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LA SUPERFICIE DE LOS OJOS RENOVADOS

José Hernán Aguilar

1996

 

 

El artista ha llegado a un grado de madurez, producto de una metódica y necesaria autocrítica y de un decantamiento de las ideas.

 

 

Jaime Franco parecía condena­do a repetir la historia de los muchos pintores para quienes la abstracción es el más cómodo e inofensivo de los recursos, el que utiliza para trabajar mucho y decir muy poco. O, en el peor de los casos, para auto construirse el esnobista rótulo de pintor serio y metafísico.

 

Pero las 13 pinturas (de varios tamaños) que muestra en esta pequeña sala comprueban que Franco, a sus 32 años, ha llegado a su grado de madurez que solo puede ser el producto de una metódica y necesaria autocrítica, por un lado, y de una responsable y seria meditación sobre lo que en realidad significa la tarea de separar las ideas de las imágenes, para así presentar superficies plásticas independientes. Lo cual es, en el fondo, lo que persigue la abstracción.

 

Como todo buen artista, Franco se dio cuenta de que una pintura, para funcionar, exige un principio estructural regulador. Y eso es lo que puede detectarse en estas refinadas y elegantes construcciones, Si ellas se miran en grupo, el muy sencillo esquema del tambor ar­quitectónico (como el de la columna griega) salta a la vista, aunque éste se encuentre disectado (Barrera, Mujer y mesa, hombre y círculo), intervenido (Comunión, mesa) o relleno (Celda, columna, Ascenso).

 

Sin embargo Franco no ha caído en la trampa de dejarse manejar por “su” regulador compositivo (o sea, no se reduce a la ‘fórmula’), y cada trabajo exhibe un excelente y acertado programa propio. En hombre y círculo, por ejemplo, la descomposición del ‘tambor’ vuelve sutilmente cubista el torso del hombre al mismo tiempo que hace mas sólida y volumétrica su anatomía inferior, la cual se nota claramente.

 

Precisamente, es esta referencia figurativa la que infunde las obras de Franco de una definitiva fortaleza pictórica, a pesar de su delicadez colorística.  A la mejor manera de la pintura modernista de comienzos de siglo, Franco mezcla “huellas” de figuración con ‘plantillas’ de abstracción, de modo que uno queda con la agradable sensación de saber que está viendo algo sin conocer exactamente qué.

 

Pero lo más atractivo de estas pinturas es su impecable técnica ardua en manualidad aunque sencilla en apariencia. El delicado sistema de color, con ocres, negros, rosados, grises y amarillos combinándose y respetándose por igual, y el exquisito terminado de las superficies, reverberantes, lisas y brillantes (como hechas con estuco antiguo e hiperfino) las convierten en trabajos de un gran refinamiento visual, pero con la ventaja de respirar no solo un seguro racionalismo formal sino, por fortuna, una extraña y reconfortante sensualidad.

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