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UN PINTOR DIFÍCIL

Carlos Jiménez - Revista Cambio

1996

 

 

En este país abundan los pintores de cuadros fáciles, cálidos, adorables como los ositos de peluche o las matro­nas abollonadas de Botero. En cambio es raro encontrar pintores como Jaime Franco, un caleño afincado en Bogotá, de apenas 33 años de edad, que pinta con la intensa seriedad y la concentración espiritual de un monje trapense: en meditación y silencio, sin hacer concesiones, convencido de que su oficio es el más exigente del mundo. De allí que los cuadros le salgan como le han salido los 16 que ahora expone en la galería Jenni Vilá de Cali: serios, austeros, difíciles.

 

Son cuadros abstractos sin duda, aunque en la mayoría de ellos se ven rayas, trazos, líneas inconclusas que evocan la arquitectura interior de los templos clásicos o la improbable geo­metría de los círculos del infierno, tal y como la imaginé el Dante en su Divina Comedia, la misma a la que Franco dedicó una serie entera de sus cuadros hace un par de años. Pero quizás el rasgo que más impresiona al espectador que se acerca a ellos sea precisamente su común entonación plo­miza. Charles A. Riley, un critico de arte es­tadounidense que conoce la obra de Franco desde cuando él comenzó a exponer en la galería Yoshii de Nueva York, ha hablado a este respecto  (la maestría en el manejo del gris... el mismo gris de algunos de los mejo­res cuadros de Monet o de Henri Matisse). El espectador en una segunda y más cuidadosa mirada puede descubrir, sin embargo, que lo que parecía un desierto plomizo o grisáceo es en realidad un vasto, rico y diversificado campo de colores, cruzado de ocres, azules profundos, verdes apagados, sienas, amarillos quemados. Incluso descubrirá los rosados, los violetas y los magentas en el esplendor de sus matices.

 

Estos efectos engañosos de la pintura de Franco su capacidad de esconder sus bri­llantes tesoros detrás de una apariencia opa­ca, es un resultado directo de sus métodos de trabajo. Franco pinta y repinto las telas de sus cuadros. recubriéndolas con capas y mas capas de colores distintos, a los que después, arrepentido, vuelve a sacarles la luz raspando en parte los que le ha puesto encima. Sólo cuando este larguísimo proceso de pin­tar, raspar y volver a pintar da como resultado un plano pictóri­co extraordinariamente matizado y complejo, Franco suelta los pinceles, los trapos, las cuchillas, las estopas y da por terminado su trabajo. Por lo menos en lo que respecta a ese cuadro. "Estudié escultura en una academia de París, a finales de los años 80 —explica-— y algo de ese arte de moldeadores y tallistas se ha quedado enredado en mi modo de pintar".

 

Estas explicaciones no suprimen sin embargo las consecuencias que acarrea en su obra la concentración casi mística de Franco en los asuntos del espíritu. Su cuerpo magro, su cráneo anguloso y su cabello rapado, componen una imagen perfectamente coherente con su interés por las cultu­ras orientales, las artes marciales, la crianza de los hijos y la agricultura sin químicos.

 

Para esta exposición ha escrito un texto en el que recuerda, además, que su primer interés fue la ciencia y no el arte. «Me gus­taba muchísimo la física —recuerda— y me dediqué a ella en el colegio con tanta inten­sidad que hoy día, cuando reviso mis traba­jos escolares me asombro de los intricados razonamientos y las complicadas fórmulas matemáticas que empleé en la realización de los mismos».

 

Riley creyó ver resueltas las inclinaciones contrapuestas de Franco por las ciencias y las artes, por la abstracción y la sensibilidad en uno de sus cuadros, llamado «Cocito», en el cual, según el crítico estadounidense, la ima­gen de un lago congelado en el fondo del infierno «atrapa las imperfecciones en la inmovilidad cristalina de los círculos helados».

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