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UN PINTOR EN MARCHA

Germán Rubiano Caballero - ArtNexus

 

 

Como hermosamente Leo Steinberg lo ha dicho, todo arte tiene que ver con el pasado artístico, todo buen arte, sobre todo, tiene antecedentes reconocibles. La pintura de Jaime Franco —Cali, 1963— es buen ejemplo de tal observa­ción. Al repasar sus cuadros pueden recordarse trabajos importantes y ya estos antecedentes han sido citados por varios comentaristas de arte. Lo que tal vez resulta más interesante de pensar ahora es por qué el artista ha estudiado determinadas obras y no otras y en qué medida su trabajo acusa influencias y, al mismo tiempo, demuestra una creatividad particular a partir de aquellas fuentes. Al respecto sólo puede decirse que el pintor demostró bien pronto, por formación, por temperamento y por gusto personal, una inclinación por el arte abstracto y que, dentro de las opciones de su tiempo (los años ochenta y noventa) sus preferencias han sido tanto por una pintura que mezcla con equilibrio lo racional y lo emotivo, como por una obra esencialmente pictórica, es decir, relacionada con lo que desde hace mucho tiempo se entiende por pintura. Franco comentó en 1994,... pocos artistas están interesados hoy en día por la verdadera pintura. La mayoría utiliza La pintura para trasladar inquietudes intelectuales, pero eso no es pin­tura para mí. Reconozco mi lugar en la gran tradición de la pintura, una tradición que empezó en el siglo XV y que creo que no ha muerto todavía (2).

 

Hay que precisar en este momento, para abordar otro tema, que el pintor no sólo trabaja en la tradición de la pintura moderna iniciada en el Renacimiento (óleo sobre lienzo), sino en la tradición de la pintura del siglo XX que, de acuerdo con Alfred Barr,  rompe definitivamente con la transmisión de la apariencia natural real, que no es sino una copia o el mero relato de un aspecto. Transforma todos los datos en inven­ción. La integración de los espacios, colores y formas se convierte en una superficie pictórica controlada o plástica.  Pero el punto es éste: si la obra de Franco es pintura pin­tura, es indudable que sus cuadros no son simplemente unas superficies vacías, sino que tienen una cierta densidad. Por tal debe entenderse que sus pinturas tienen diversos contenidos que pueden ser de carácter literario, histórico o, hasta cierto punto, científico. Se alude, por supuesto, a la serie de obras con títulos relacionados con la Divina comedia de Dante, a sus óleos en los que coincide con la obsesión de Paolo Uccello de pretender transmutar todas las líneas en un solo aspecto ideal  y a su constante interés por la repre­sentación del espacio y de las estructuras latentes en el universo, de acuerdo con concepciones de teóricos contemporáneos. Sobre estos puntos habrá que volver.

 

Franco dice que sus pinturas pueden verse como los restos que quedan en un campo abierto luego de la refriega de una batalla. La metáfora es bella y clara. Apunta, por supuesto, al arduo proceso de trabajo de cada una de sus telas, en el que las capas de pintura se aplican una tras otra, y en el que, en cada superficie de color, se traza, se configura, se raya, se borra, se cubre y se vuelve a comenzar. Esta manera de realizar sus obras no es reciente. Viene prácticamente desde el comienzo de su carrera. En 1990, la crítica venezolana Mariana Figarella analizan­do sus pinturas de ese momento escribió: La superficie de la tela es ricamente traba­jada capa sobre capa de manera que se trans­parenta o forma texturas y en las que se manifiesta todo el proceso de creación de la obra; estructuras borroneadas, restos de anti­guas construcciones, planos que asoman la otrora existencia de colores casi extinguidos y refieren a una activa vida interior de la obra.

 

A lo largo del presente decenio la producción de Franco ha tenido una gran evolución. Empero, bien estudiada, dicha transformación ha sido muy coherente. Para comprobarlo basta con recordar que la lúcida descripción de Mariana Figarella la tiene en cuenta el artista cuando habla ahora de su trabajo - a lo mejor, en forma inconsciente -. A fines de 1997, José Ignacio Roca escribió: Franco encuentra afortunada la metáfora de la “ruina” para comprender su propio trabajo: en un proceso constante de pintar, borrar, develar y ocultar, subsisten al final aquellos elementos que estaban más afianzados; el proceso pictórico, como el vendaval del tiempo..., se encarga de seleccionar aquello que es esen­cial.

 

La carrera artística de Franco tiene sólo diez años. Es un tiempo realmente corto, en el que el pintor ha realizado numero­sos cuadros, algunos de gran formato. Comenzó a dibujar y a pintar en París - donde vivió durante varios años -, sin haber hecho estudios formales de pin­tura. Por el contrario, estudió un poco de escultura, y algo de esa labor paciente de entre sacar de un bloque o de moldear o ir haciendo una forma se puede relacionar con su trabajo de pintar: Cubriendo los lienzos de una y otra capas, como modelando algo, y luego borrando lo hecho, como entresacando, tallando de una masa. Sus primeros dibujos fueron figurativos: autorretratos, manos, techos. En un viaje a Colombia trató de dibujar mirando el mar Pacífico, y a partir de ese instante, todo cambió: sus trabajos sólo produjeron líneas horizontales, colores en torno del ceniza. Sus prime­ras pinturas, muchas sobre cartón, eran sencillas, de pocos colores —ocres, ne­gros, grises— y de pocos elementos formales, básicamente cuadrados, rec­tángulos, cruces y círculos.

 

Algunos de estos cuadros surgirán de sus dibujos muy pequeños que había realizado con tinta tratando de retener en un instante hechos tan variados como el movimiento, el clima, su estado de áni­mo, etc. El artista aún conserva una selección de estos trabajos que considera de lo más significativo que hizo en París. Su regreso al país ocurrió en 1987.

Muy pronto, Franco comenzó a distinguirse por la calidad de sus pinturas. En poco tiempo adelantó una producción caracterizada por la sobriedad, en la que eran constantes las superficies ligeramen­te maculadas, las texturas visibles aunque delicadas, los tonos grises u ocres, a veces con bellos matices y la presencia evidente de una parrilla que podía crear composiciones a manera de muros o volverse tan sutil como los hilos de un tejido, sólo insinuarse a partir de punteados, o sólo hacerse visible en los cuatro limites del cuadro. Pinturas elegantes, refinadas —palabras que aquí se emplean con ad­miración—, con recuerdos de la mejor pintura informalista, pero jamás cercanas a lo irracional, sino siempre permeadas de un evidente sentido del orden e igualmente del deseo de eliminar lo superfluo. Óleos, a veces sobre papel, con algo de oriental, es decir, con algo de distante, de reservado y con mucho de sencillez y meditación. Fueron los primeros años de las exposiciones frecuentes en la Galería Yoshii de Nueva York , París y Tokio.

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Las primeras pinturas relacionadas con la Divina comedia de Dante Alighieri datan de 1992. Estos cuadros se distinguen por la presencia de líneas curvas, que a veces ocultan completamente las parri­llas y otras no, y de espirales. Franco le dijo a Charles Riley: Me siento cercano a Dante en la forma de observar la naturaleza. Él fue capaz de reconocerla tragedia de la vida, pero siempre conservó una actitud calmada y nunca se volvió pesimista. Todo el pathos está en su obra, pero nunca realmente evidente. Las grandes preguntas de la vida no son obvias, pero permanecen escondidas bajo numerosas superficies. El infierno y el purgato­rio son ambos espirales. Una desciende, la otra es una montaña, y encuentro que en cualquier movimiento y crecimiento del sistema natural aparece la espiral, desde las moléculas hasta las galaxias, posando a través de las plantas, los animales y los humanos. Los elementos curvos de mis pinturas están seguramente relacionados con las formas que Dante describe en su viaje y mi interés con el color esta cerca de la “impresión cromática” que obtuve al leer la obra completa. En la Divina comedia, el mismo Dante y Virgilio descienden por una hoya profunda al infierno y cruzan el río Aqueronte; después entran en la man­sión infernal a través de varios círculos concéntricos en forma de embudo. Al llegar al centro de la tierra donde está Satán trepan por su cuerpo gigantesco en dirección contraria y suben primero al purgatorio, luego al Paraíso y finalmente al Empíreo. Pero las curvas y las espirales de estas pinturas no sólo obedecen a la descripción viajera del poeta italiano, sino que tienen que ver con el deseo de Franco de superar la actitud primordialmente cartesiana de su producción de entonces, y de tratar de hacer una obra en la que lo irracional también tenga presencia. No se puede olvidar un aspecto importante de estos cuadros relacionados con la Divina comedia. Es el que tiene que ver, de acuerdo con Riley, con los tratamientos borrosos e imprecisos de las líneas, en varios de estos óleos, que aluden al humo de numerosos pasajes dantescos.

 

La exposición de comienzos de 1994 en Yoshii de Nueva York tenía pocos pero si enormes cuadros. En Sueño de Dante y en Matriz las espirales y las curvas seguían presentes. No así en los otros: Ascensión, Sangre y Ratio. Bellas pinturas que insis­tían en la elaboración impecable de unas superficies monocromas y asordadas, recubiertas de finas tramas y evidentes frotamientos. Llegado a este punto de gran maestría, Franco decidió cambiar de rumbo. No sabía qué camino seguir, pero era consciente de que tenía que cambiar. Según el artista, vivió en carne propia un hermoso pasaje de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. En él la niña le pregunta al Gato: ¿Me podrías indicar hacia dónde tengo que ir desde aquí? Eso depende de adónde quieras llegar, contestó el Gato. A mí no me importa demasiado adónde....En ese caso, da igual hacia donde vayas, interrumpió el Gato... Siempre que llegue a alguna parte, terminó Alicia a modo de explicación. ¡Oh! Siempre llegarás a alguna parte, dijo el Gato, si caminas lo suficiente. Y Franco comenzó a caminar por nuevos senderos sin dejar de ser él mis­mo. En 1995, 1996 y 1997 el artista ha expuesto individualmente en Bogotá. En 1995 en la galería del Museo de Arte Moderno y luego en la Galería El Museo.

 

La primera muestra tenía principalmente óleos de pequeño formato, realizados con negros, ocres, amarillos, grises y rosados. En ellos había dos cambios significativos: los cuadros no eran realmente abstractos y varios mostraban unas especies de dibujos cilíndricos o con alguna referencia objetual, y los diseños eran deliberadamente pueriles y casi siempre se veían rodeados de otros que habían sido aparentemente recubiertos o borrados. Unos trabajos encantadores, bien resueltos en sus juegos de planos de colo­res macerados y de líneas inciertas que aludían a volúmenes virtuales, aunque bien acomodados en la bidimensionalidad de las telas. La primera exposición en la Galería El Museo se denominó Crisol, y en su hoja de presentación apareció un extracto de un texto de Marcel Schwob tomado de sus Vidas imaginarias. Franco recuerda con gusto el momento de felicidad que tuvo cuando descubrió en un libro del siglo pasado un relato sobre Paolo Uccello, el gran artista del Renacimiento, con cuya obra obsesiva se identifica, el colombiano también ha tenido la pasión de estudiar las líneas infinitas de todos los seres vivientes, quietos o en movimiento, y de todas las cosas hechas por el hombre, comenzando por la arqui­tectura, y a semejanza de Uccello, quien trabajó a la manera de los alquimistas, ha volcado, según Schwob, todas las formas en el crisol de las formas... para confundirlas y refundirlas... a fin de obtener su transmuta­ción en la forma simple, esencial, de que depen­den todas las demás... para transmutar todas las líneas en un solo aspecto ideal... y concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve brotar todas las figuras de un centro complejo.... Los óleos de esta exhibición incluían planos y líneas con algunas referencias figurativas y espaciales, desde vasijas y campanas hasta labe­rintos, bóvedas y arcos. Todo esto apenas insinuado y bien dispuesto sobre las su­perficies texturadas ya características de la obra de Franco.

 

La última exposición del artista tuvo lugar en el segundo se­mestre de 1997. En ella mostró un buen número de óleos, algunos de gran formato, como Fuego, de 1996, de dos metros de altura por cuatro de ancho, aunque tam­bién había otros de menor tamaño. En esta ocasión la pintura de Franco partía de muy variadas realidades, si nos atene­mos a los títulos de los cuadros que siem­pre tenían una indicación precisa. Ac­tualmente el artista exhibe numerosas figuras que muy seguramente surgen de su información sobre el conocimiento que actualmente se tiene en torno del mundo físico, pero no deja de declarar que en el fondo todo parte de su imaginación y, por supuesto, de su gran capacidad creativa. En estos años de producción, Jaime Franco ya ha dado suficientes pruebas de talento: Sabe, sin embargo, que para seguir adelante hay que estar convencido de que el mundo de las artes plásticas es aún muy rico y que para lograr una obra de mayor trascendencia hay que trabajar con disciplina, con modestia y sin ninguna proclividad snob.

 

 

 

Germán Rubiano Caballero profesor asociado del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional de Colombia. Fundador y miembro del consejo editorial de Art Nexus.

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