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MUSEO DE ARTE MODERNO LA TERTULIA

Miguel González

 

 

En la segunda mitad del siglo XX en realidad se inicia la práctica de la abstracción en Colombia, tanto en pintura como en escultura. Esto coincide con el comienzo de la contemporaneidad en nues­tro medio que implicó la reinterpretación de lo local y la incorporación de diversos lenguajes y procedimien­tos para la elaboración de resultados artísticos.

La racionalización de la forma y la simplifica­ción y estilización de la misma sedujeron a muchos artistas de la generación de los años cincuenta y esto edificó una actitud abierta hacia la abstracción como propuesta. Recordamos las acuarelas, los collages y las pinturas de Guillermo Wiedemann (1905-1969) en los años sesenta, década en la cual Carlos Rojas (1933-1 997), escultor y pintor intermi­tentemente, se decide por una visión racionalista sin desechar lo emocional; el estudio del color atmosfé­rico a través de la generación de signos de Manuel Hernández (1928), o el accidente controlado explo­rando materiales sintéticos de Jan Bartelsman (1916-2000), para referenciar obras que fueron fieles a sus obsesiones y que abrieron la discusión a represen­taciones sin anécdota, pero con la pertinencia del protagonismo del color, la evocación como ejerci­cio, el gesto y la emoción como argumentos que pri­vilegiaran resultados visuales.

 

Las opciones del foto-realismo, el arte concep­tual, la racionalidad del minimalismo, lo neo-expre­sionista y alegórico fundamentándose en la repre­sentación referencial, ocuparon posteriormente pro­puestas y soluciones diversas en las jerarquías de lo visual que se sucedieron paralelamente al nue­vo impulso de usar la fotografía, el video, las insta­laciones y el performance, en la época de la hibri­dación, la cita, los circuitos periféricos, lo multicul­tural y lo multiétnico, producidos en un peculiar es­cenario de guerra con varios protagonistas del con­flicto que sumados generan círculos de incertidum­bre y terror.

 

A finales de la década de los ochenta una de las propuestas visibles fueron las diversas formas de abstracción que apuntaron a visiones racionalis­tas como los de Rafael Echeverri y Jaime lregui, u otras más emocionales y especulativas como las de Luis Fernando Roldán, Carlos Salas Silva y Danilo Dueñas. A este segundo grupo pertenece la produc­ción pictórica de Jaime Franco, quien realizó su primera muestra individual en 1988 (Galería Occiden­te, Cali) y luego participó en ese mismo año en la I Bienal de Arte en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, iniciando así su carrera de pintor, aunque sus primeros intereses también incluían la fotografía como ejercicio creativo.

 

La economía de color y composiciones libres a partir de la retícula, evidenciaron sus primeras obras. Muchas surgidas inicialmente de su etapa formativa en París en la Escuela de Bellas Artes (1985-1987) realizadas en pequeños formatos, en realidad dibu­jos sobre papel. Las cruces y el racionalismo de Malevich, las preocupaciones de tonos similares y el universo monocromático de Reinhardt, y las licencias emocionales y gestuales de Motherwell estuvieron presentes entre los primeros intereses de Jaime Fran­co, que desde su primera exhibición individual supo que su vocación era la pintura, su tradición y el alien­to contemporáneo que él podía brindarle.

 

En estos primeros tres años del nuevo milenio, la pintura de Jaime Franco ha manifestado muchas liberaciones formales, la no necesidad de la retícula como referencia, el abandono de los referentes volumétricos reales que ocuparon su atención en tra­bajos de 1995 y 1996 (Columna, Mesa, Copa, Ofrenda, Espacio para un hombre, etc.) y la multiplicación de instrumentos para lograr trazos, manchas, acci­dentes dentro del lienzo, y poder comunicar nuevas y audaces emociones, al tiempo que darle a su uni­verso cromático una apertura total igualmente trans­grediendo todo atavismo.

 

En 1998 recibimos la exhibición Rojo sobre Rojo, del programa Johnnie Walker en las artes, y la pintura de Jaime Franco fue un inmenso óleo sobre lienzo, compuesto de tres partes, titulado Infierno, y subtitulado El Jardín de las Delicias. Obra del ges­to controlado, de signos económicos y emociona­les, de apabullante majestuosidad y de factura im­pecable. Con este trabajo monumental (245 x 570 centímetros) inició nuevas relaciones espaciales y reelaboración de superficies que ahora se pueden observar en toda su intensidad en las telas presen­tes.

 

La relación con la pintura a través de afinidades, estructuras y reciprocidades es un ejercicio que Jaime Franco mantiene en permanente motivación, no sólo para emprender la práctica de la pintura, sino para ejercer la docencia en la universidad. La cultu­ra de los referentes es una prioridad en su método. Pero no solo a niveles retinales y de los conceptos que ellos puedan emitir, sino en las coincidencias con otras disciplinas como la música de distintos periodos y culturas. Entre sus predilectas están: Barroco, Romanticismo y también del siglo XX. Mú­sica de cámara o instrumental. Pero también el jazz y el rock. El atonalismo y las propuestas minimalistas. Los sonidos son evocación,  excitan la imaginación y sacuden poderosamente todos los otros sentidos. Esas sensaciones de lo auditivo que remiten a otras estancias es lo que también desea conseguir Jaime Franco en sus pinturas no narrativas, ni conduccio­nistas, pero sí persuasivas y abiertamente emocio­nales.

 

Jaime Franco piensa en experiencias persona­les con elementos de la naturaleza (el mar, el vien­to, el vacío,...), el campo de los sonidos, la arquitec­tura de las ciudades, el arte y los artistas (Eduardo Chillida, Cy Twombly), el impacto del instante, la me­moria y su inconsciente acumulativo. Su pintura es en ese sentido el producto de la experiencia. Las formas iniciales, los gestos primigenios que van formando la base de sus cuadros, pronto van quedan­do sepultados, enterrados en tonos y nuevos cromatismos: por brochas, espátulas y su propia mano que con trazos guiados por un instinto acumulativo soluciona las composiciones. Muchas intituladas, pero otras que ilustran sus preocupaciones metafísicas y su afán de invocar con el cons­ciente o el inconsciente tanto su propio quehacer como los deseos menos sospechados. Algunos nombres se refieren al cromatismo, otros aseveran situaciones (Herida, Silencio), también los hay que se interrogan asimismo (¿Qué voy a hacer? ¿Ordenar los paisajes?). Igualmente es una pintura que existe en la duda perpetua, el culto a la historia y la necesidad de conmover a partir de íntimas emociones.

 

Esta exhibición en grandes formatos ilustra con suficiencia el trabajo incesante de Jaime Franco y revela sus grandes preocupaciones al proponer la pintura como un medio eficazmente actual. Al tiem­po se exponen obras pictoricistas sobre papel que a manera de dibujos nos revelan pequeños formatos aunque con un sentido igualmente monumental. Su apuesta vigente y persuasiva tendrá un definitivo sentido cuando el espectador sea seducido y con­vencido de este ámbito donde las sensaciones se confunden con lo emotivo.

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